Es el que te contesta, el que te reta, el que te “prende”. El que te obliga a leer libros de crianza, a escuchar podcasts, a buscar ayuda en terapia. Ese es el hijo que cuesta más.
Y cuesta más porque es el que más se parece a ti, el que refleja lo que aún no has trabajado en ti misma, el que te recuerda quién eres y lo que todavía estás aprendiendo a ser.
Ese hijo necesita más amor y más atención de lo que imaginas. Aunque parezca que quiere estar solo, lo que en realidad pide es una mamá presente.
Por eso, aunque sientas que no puedes con él, abrázalo fuerte: no se apartará.
Aunque quieras explotar con sus palabras, míralo a los ojos y dile: “Te amo tal como eres”. Su semblante cambiará.
Aunque quieras gritarle que ese no es el camino, respira, toma su mano y muéstrale el tuyo.
Aunque te falte paciencia, recuerda: cada acto de rebeldía es un grito de auxilio. Enséñale que puede pedir tu atención con palabras y no con rabietas. Recuérdale siempre: “Aquí estoy, aquí sigo, te escucho, dime qué necesitas”.
Aunque no sepas cómo hacerlo, confía en que todo saldrá bien. Porque lo único que tu hijo necesita es tu presencia, tu tiempo y tu mirada.
Ese hijo que cuesta más no es el más fuerte, sino el que más te necesita. Es el que aún no sabe por dónde ir, pero que te eligió como mamá porque sabía que tú, más que nadie, podrías guiar sus pasos.
Yo aún estoy en aprendizaje…